Friedrich - Monje a la orilla del mar |
He recibido esta crónica de las tribulaciones de un profesor que conozco y que todavía ama su profesión. Corren malos tiempos para la lírica...
Empieza la mañana con un control de lectura en 1º de ESO. Tras conseguir sentar a los muchachos (faena que puede tomar entre cinco y ocho minutos), y también que guarden el libro de lectura, se reparte el examen. A levanta la mano para una aclaración sobre la primera pregunta. Tras la respuesta del profesor contesta en voz alta –inevitablemente, para todos los presentes- a la pregunta. El profesor – que soy yo- le invita a abandonar la clase, aunque puede llevarse el examen y terminarlo en el puesto de guardia. El alumno abandona el examen sobre su mesa y se marcha dando un portazo. Más tarde volverá con la directora, a quien le ha referido solo parte de lo ocurrido (no lo relacionado con el portazo) a recoger su examen para completarlo a solas.
Como el control es
breve, algunos alumnos terminan a mitad de la clase. Les indico
ejercicios que pueden hacer. Casi ninguno lleva el libro de la
materia (“como había control”). Les insto a que saquen material
de otra materia, pero prefieren hablar con los compañeros. Recuerdo
que estamos en un examen (les resulta muy difícil entender que en un
examen hay que guardar silencio). Al rato veo que B, que ha
terminado, está girada hablando con C, que todavía está haciendo
el examen, y va todavía por la segunda pregunta. Se lo retiro. No
protesta.
En la siguiente clase,
Taller de Castellano, resulta siempre difícil calmar a cuatro
alumnos que acuden sin la menor motivación y que suelen boicotear la
clase de múltiples maneras (interrumpiendo, levantándose,
peleándose, insultándose, enfrentándose al profesor…). Casi
nunca terminan la clase todos, alguno tiene que abandonarla
sancionado. Alguno –qué alivio- no suele venir. Hoy, que había
una actividad moderadamente estimulante (para la media clase que
quiere trabajar), un par de ellos no paran de comentar en voz alta y
con risas todo lo que se dice. Invito a D a salir y lo dejo hasta
nueva orden en el fondo del pasillo, junto a la ventana, para que no
moleste a ninguna otra clase. Ya con más calma, la actividad se
realiza en clase satisfactoriamente. Pero al cabo de un rato se oye
llamar a la puerta. Es D, que quiere saber si puede entrar de nuevo
en clase. Le explico que No, que debe esperar en el fondo del
pasillo. Me mira: “Pero, ¿puedo entrar en clase?” (!?) Antes de
que suene el timbre, los alumnos que salen a otras aulas para la
optativa, regresan a la suya e irrumpen sin llamar a la puerta ni
esperar a que se les dé permiso. Cuando les afeo su actitud, uno de
ellos, llamémosle E, sale por la puerta imitando mi regaño con
berridos.
Tras el recreo y la
guardia, tengo clase con los mayores, los de Literatura Universal de
2º Bachillerato, que se comportan mejor, aunque tienen sus hábitos
particulares. Por ejemplo, llegar un poco tarde y escalonadamente a
clase; por ejemplo, mirar con insistencia hacia abajo, entre pupitre
y regazo, a lo que supongo debe ser un medio electrónico.
Frecuentemente, mientras explico, veo que dos, tres, cuatro alumnos
repiten el gesto. Hoy, cuando, pasados unos seis minutos desde el
sonido del timbre, consigo reunirlos a todos y concitar su atención,
escuchamos unos golpes tremendos en la puerta trasera de la clase,
como si alguien quisiera derribarla. Les digo a los alumnos que no
hagan caso y que continuemos. Pero los golpes continúan y arrecian.
Yo en mis trece: pienso que puede ser un gracioso. Pero a la tercera
granizada de golpes me levanto y voy a ver. Se trata de F –un
habitual del cuerpo de guardia, afiliado a castigos, expulsiones,
etc. Me dice que ésta es su aula, que tiene optativa. Le respondo
que no, que es la mía y que no es manera de golpear. (Por otra
parte, si se hubiera asomado al cristal de la puerta delantera
hubiera visto quiénes estábamos en clase y así hubiera evitado el
aporreo de la inocente madera.) Pide perdón y se va. Pero, ¿es
perdonable tal barbarie?
Ya sólo me queda la
última clase, la última de la mañana para un 3º de ESO. Mientras
acudo al otro pabellón, donde se da la clase, tengo que dar el alto
a una chica, G, que, con su noviete, quiere acercarse al baño. Tengo
que discutir con ella para poderla llevar a clase. Lo mismo con otras
dos, que a Dios gracias oponen menor resistencia. Ya en clase, paso
algunos minutos indicándoles que coloquen bien las sillas (deben
estar separadas, pero siempre que entro en clase están juntas) y
tratando de resituar a varios sujetos que, por su afición a la verba
dialogal, no deben permanecer tan cerca. Cuando voy a empezar la
clase, entra H, acostumbrada a hacer su santa voluntad cuando y como
quiere, y me dice que se va a hablar con el Jefe de Estudios. Le
respondo que No durante la hora de mi clase. Insiste e insiste y veo
que se va a marchar. En ese caso, le digo, te quedas allí y no
vuelves. Retomo la clase y pregunto por los ejercicios que tocaba
corregir. De los veintitantos que son, dos se ofrecen a hacerlos
(junto con otros dos tímidos, que callan, son probablemente los
únicos que los traen hechos de casa). Comienza la corrección a
trancas y barrancas. Los murmullos, comentarios, risas, son
innumerables. Tras una breve corrección en que hay que separar el
sujeto y predicado de algunas oraciones, como esta: “Le gusta mucho
la plaza del pueblo.”, ya hecha y explicada, les pido que cierren
el libro y me digan cuál es el sujeto de “Me gusta la cerveza”.
Algunas manos levantadas, pero sobre todo muchas voces que gritan:
“Me gusta”, “Yooo”, sujeto elíptico, “Me”, sujeeto
elíptico vuelven a vociferar otros. Sólo una chica levanta la mano
para decir, con un hilillo de voz, “la cerveza”. El grueso de la
clase no fue capaz de sostener durante dos minutos una explicación
que se acababa de hacer con la corrección. El profesor se desanima.
Entonces entra H, sin llamar a la puerta, y se dirige hacia su sitio.
El profesor la para y le dice que debía quedarse en Jefatura de
Estudios. H responde que el profesor le dio permiso para hablar con
el Jefe de Estudios. El profesor le dice que no fue así y que le
acompañe a Jefatura. Tiene que interrumpir la clase para acompañarla
allí y dejarla. Cuando vuelve e intenta retomar la clase ve que G
está maniobrando con su móvil. Le llama la atención y le dice que
lo guarde. Ella lo lleva al bolsillo de su cazadora. El profesor
tiene que insistir en que lo guarde en la mochila. Luego él mismo
aparta la mochila hasta una distancia prudencial.
Toca ahora corregir
morfología, la descomposición de palabras. Dos lo han hecho y
salen a la pizarra. Pero lamentablemente lo han hecho mal. El
profesor corrige e intenta explicar la forma de hacerlo. Murmullos,
voces, risas, comentarios. Todo el mundo quiere decir algo, lo
primero que se le ocurre, lo más gracioso, pero algo que nunca tiene
nada que ver con lo que se está tratando en clase. Un muchacho, I,
que ha hablado para proponer una separación y lo ha hecho
erróneamente, mientras se le explica la forma correcta, bromea, saca
chistes y juegos de palabras sobre la explicación, corea al
profesor. Se le invita a abandonar la clase (días antes había hecho
–por castigo- una redacción sobre el respeto debido al profesor).
Sale una chica, J, que necesita aprobar (ya por edad no puede
repetir más cursos), a separar en la pizarra. Lo hace mal. Se le
indica que mire la separación de al lado, ya corregida, donde se
daba el mismo problema. Mira, pero no acierta a sacar conclusiones de
lo que son morfemas flexivos y derivativos en la palabra corregida
que tiene a su lado. Las saca el profesor, volviendo a explicar lo
que es cada cosa. Propone una nueva palabra; nadie se atreve a
descomponerla. El profesor, resignado, lo va a hacer, pero cuando se
dirige a la pizarra y el murmullo crece, y las voces y risas, y la
atención flaquea, de repente se rompe y no consigue llegar al
encerado. El cuerpo (o más bien el alma) no le acompaña, no da para
más. El profesor se queda mudo, roto, y desiste de seguir
explicando. Manda a hacer unos ejercicios (es un decir) y concentra
su atención en otras cosas: por ejemplo, en no caerse redondo en
medio de la clase. Son los únicos momentos en que permanecen en
silencio los alumnos, pero no nos engañemos, sólo son unos
momentos. A los dos o tres minutos las conversaciones, risas,
cordialidad se retoman y la clase vuelve a ser el sitio familiar de
siempre, donde se la pasa bien uno.
Cuando suena el timbre
el profesor da las últimas indicaciones (bajad las persianas, subid
los pupitres) y el alumnado sale satisfecho (que más se puede pedir,
al fin y al cabo se ha perdido más de media clase y casi le da un
patatús al profesor de Lengua).
Algún chico educado
al salir le dice: “Buen fin de semana” y el profesor se pregunta
“¿Y por qué no me desean que tenga una buena clase?”
¿Que no se aprende en
clase? Hoy hemos llegado en el abecedario hasta la J.
Y en clase de
Literatura Universal les comenté un verso de Dante que muy
frecuentemente me viene a la cabeza: “Dejad toda esperanza los que
entréis.”
Rigoletto - Caro nome - Callas
Rigoletto - Caro nome - Callas
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