Freud: Autorretrato |
Hiperrealismo. No sé bien qué significa esto. Tampoco sé por qué me parto de risa con el nombrecito, especialmente cuando se aplica al arte. Tal es el caso de la pintura de Lucian Freud. Pongamos un ejemplo cualquiera, sin ir más lejos el retrato que le hizo a su majestad británica (no entiendo por qué determinada gente se hace retratar por pintores que no sacan guapos). Si cuando su majestad se mira al espejo ve que es clavadita al retrato habrá que pensar dos cosas al menos: que se pasó con la beefeater la noche anterior o que, en un ataque de locura, se ha pasado con el maquillaje mezclando todos los tarros que guarda en su tocador.
Lucian Freud (aunque a él no le gustara) pertenece al linaje glorioso que surgió de la cópula de Sigmund y Martha. De su paleta terrosa ha surgido una de las mejores pinturas de la época.
La escenografía en la que se desarrolla su pintura es semejante a la de su abuelo. Vuelve al estudio cerrado típico del s. XIX. El abuelo utilizaba el diván para que sus pacientes desnudaran su psique en busca de viejos traumas edípicos, con atención especial al sexo implícito. Lucian es más explícito que el abuelo y sustituye el diván por viejas camas y sofás donde sus modelos posan desnudos.
En el lienzo va superponiendo una serie de capas pictóricas con pinceladas muy empastadas. Enfatiza el corte de planos para dar más tensión existencial y mayor efecto expresivo.
Los cuerpos desnudos están desprovistos de espiritualidad, quedan reducidos a la animalidad. Aunque podría establecerse un paralelismo con Ribera, en éste la tensión dramática del cuerpo desnudo busca la trascendencia espiritual.
La mayor conmoción que me produjo una exposición de Freud tuvo lugar el verano pasado en el centro Pompidou. No sé si fue la subida a la sexta planta de ese edificio que me marea o verme de repente, nada más entrar en la sala, rodeada de tanta carnosidad pero casi me desmayé. Me senté en el centro de la sala y entonces me fijé en un monsieur con sombrero blanco y cierto aire bohemio. También él estaba sentado, miraba a los asistentes y tenía una risa burlona. Me recordó al Bernhard de Maestros antiguos. Cuando me recuperé, pude dedicar toda mi atención a la obra de Freud y experimentar esa ambigua sensación de goce y desaliento.
Cuando salí, el hombre bohemio seguía sentado en el centro de la sala observando a todo el mundo y partiéndose de risa.
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