sábado, 9 de julio de 2011

Médico de cabecera

Van Gogh: El doctor Gachet


A mamá no le gustan los médicos. Cuando se ha visto obligada a ir, muy pocas veces, lo ha hecho a disgusto y ha pasado olímpicamente de ellos. Toma lo que ella llama "su medicación": una pastilla de cloruro de magnesio, que ella misma se autorrecomendó, y su pastillita de ajo que toma tres veces al día por aquello de cuidar su tensión arterial. Una amiga le habló un día de su médico que a ella le iba muy bien, le dijo y le dijo y le dijo tanto que a las dos les daba una sonrisa picarona... Poco después dijo que se encontraba mal y quiso cambiarse al médico que le había recomendado su amiga. Hicimos las diligencias oportunas, concertamos fecha y nada más llegar a la sala de espera ya noté algo raro. Al principio no sabía qué era hasta que noté la ausencia de hombres, sólo había mujeres y sobre todo mujeres mayores. Pasaba ya una hora desde la concertada cuando me dirigí a una anciana con sonrisa beatífica que estaba sentada a mi lado y le dije:
-- Sí que tarda.
-- Sí -me dijo ella- pero da igual, es tan guapo... Y hay que ver lo bien que te atiende...
Cuando por fin llegó nuestro turno, la cara de mamá cambió y yo empecé a comprender. Salió un tío más que alto, más que un tío, una columna trajana. Llamó a mamá por su nombre, la acompañó hasta dentro de la consulta con una sonrisa generosa, empezó a hablar con ella y se olvidó de mi insignificante existencia. Yo lo miraba, miraba a mamá y veía cómo le cambiaba la cara. De mujer afligida por algún malestar -siempre transitorio- pasó a tener un rostro resplandeciente. Me sentí superflua, invisible, ni se fijó en mí. Hablaba con delicadeza, con un inteligente sentido del humor lleno de finura. Hablaban los dos de casi todo menos de enfermedad.
A partir de aquel día, mamá empezó a tener una serie de pequeñas molestias que requerían -decía ella- atención médica. A mí me apetecía acompañarla con mucho gusto. Empecé a acicalarme a ver si la columna se percataba de mi presencia. Lo malo de lo peor es que mi hermana también quiso acompañarla y me decía:
-- Es igual, no hace falta que vengas, ya la acompaño yo.
Con cierto fastidio le contestaba:
-- Mujer, tú tendrás cosas que hacer, ya voy yo.
Seguíamos así hasta que comprendíamos que no tendríamos más remedio que ir las dos. Un día llegó toda resplandeciente, llevaba puesto un vestido muy mono con unos colores que la favorecían mucho. Cuando estábamos en el garaje dije:
-- Esperad un momento que me he dejado las llaves del coche.
No era verdad. Lo que quería era cambiarme de ropa y buscar unas prendas que pudieran competir con my sister. Cuando bajé, la muy pícara me dijo:
-- Con que las llaves eh!
Allá que nos fuimos de punta en blanco a acompañar a mamá. De nada nos sirvió. Sólo tiene ojos y oídos para ella, a nosotras ni nos considera. Tienen muchas lecturas en común, hablan de Cortázar y Dostoievski como si fueran de la familia. Lo que más me fastidia es que cuando lo miro se me sube un rubor a las mejillas que ilumina todo mi rostro como si fuera un faro en la oscuridad con sólo pensar que me gustaría que fuera mi médico de cabecera. Ahora se llaman de familia, pero a mí me gusta pensar en lo de la cabecera, le va mejor a lo que pienso en ese momento. 
Todo da igual, mamá es la única que centra su interés. Ahora dice que en la próxima visita le va a regalar El idiota de Dostoievski, que da mucho juego y mucho tema de conversación... Mi sabia madre me ha dado una idea... Podría ir yo sola un día a agradecerle los progresos de mamá, le llevaría el libro y le diría que estoy tan fastidiada como Ippolite a ver si me hace caso de una puñetera vez. Sólo temo que se me haya podido adelantar mi sister (me consta que ha comprado una edición muy cuidada) y hacer un ridículo tan espantoso como Ippolite en su intento de suicidio...


Jaume Sisa: Quasevol nit pot sortir el sol 


Frans van Mieris: La visita del doctor


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