EL GRAN VIAJE
POR EUGENIO TRÍAS
Martes, 04-11-08
No es posible sublimar el carácter
salvaje y despiadado que la última nota de la vida en este mundo
siempre posee. Toda muerte constituye una irrupción intempestiva con
carácter de miraculum siniestro. Llega siempre a destiempo, «como
un ladrón en la noche». No permite mediación ni conciliación. Se
halla en máximo abandono respecto a toda imaginación simbólica.
Revela las insuficiencias de toda concepción racionalista del mundo.
Deja la muerte, inevitablemente, toda
vida en condición de puro escorzo, como fatal torso fragmentario, o
en estado de ruina irremediable. Hija de Hades y de Thanatos, incuba
sus letales huevos en el desenlace de toda vida.
La muerte es, quizás, un point
d'orgue inquietantemente prolongado. Desde aquí, desde nuestra
perspectiva mundana y carnal, se muestra como helado y sepulcral
calderón que pone punto final a la partitura de la vida. Desde una
percepción espiritual puede presentirse, sin embargo, como pasarela
hacia otra vida mejor. Como silencio expresivo sería rampa de
lanzamiento hacia una vida diferente.
Entonces la sepultura podría llegar a ser cuna de una nueva forma de existencia, según el principio de toda metamorfosis. Este mundo sería la incubadora de un nuevo modo de vivir: la matriz material de un verdadero renacimiento. El cuerpo del hombre viejo, devuelto a su condición de neonato, se transformaría en carne espiritual, o en cuerpo glorioso, como en el final transfigurado del Segundo Fausto. Esta grandísima pieza de Goethe suele interpretarse de forma alegórica y ornamental, en lugar de tomársela de manera literal: como una iniciativa literaria de gran estilo para explicar la transmutación alquímica de nuestra vida en una vida diferente. Gustav Mahler supo escenificar de forma genial esa gran pieza literaria en la segunda parte de su Octava sinfonía.
Apenas se atiende hoy a la gran
pregunta kantiana que interroga no tanto por lo que podemos conocer,
o por lo que debemos hacer, sino por lo que tenemos derecho a
esperar. Una cuestión que culmina con una reflexión sobre nuestra
condición; o con la pregunta: ¿Qué es el hombre?
¿Tiene el hombre en la muerte su
límite infranqueable, el que trueca lo posible en lo imposible?
¿Tiene razón Homero en suponer que el alma sólo subsiste en el
Hades como alma en pena, en proceso de extinción, con pérdida
sustancial de ánimo vital, de energía y fuerza, de vigor colérico?
¿Sobreviene con la muerte la
negatividad absoluta y radical? ¿Será cierto lo que afirman quienes
hacen decir a la ciencia lo que ésta no está en condiciones de
afirmar: que nada hay tras la barrera insalvable que comparece al
final del trayecto de nuestra existencia en este mundo? ¿Es la
muerte un límite que no permite conjeturar nada que lo trascienda?
¿Somos lo que somos solo y en la medida en que nos hallamos cercados
y encerrados entre un comienzo en el cual hemos sido arrojados a la
vida, y un fin que la cancela de forma definitiva?
La perspectiva existencial —Heidegger,
Sartre— padece una tremenda insuficiencia respecto al origen.
Quizás esa escasez explica la precariedad de la concepción que
poseen respecto a la muerte. Tenía razón Hanna Arendt en su crítica
a Heidegger: obsesionado por la idea de concebir el ser en el mundo
como ser para la muerte se le escapó una posible reflexión sobre lo
que antecede a ese «ser» o «estar» en el mundo.
Disponemos de la evidencia de haber
vivido dos vidas. De la primera vida no guardamos memoria. Discurrió
en el seno materno. Allí se estableció el paradigma de todo vínculo
comunitario y de todo idilio amoroso, o de toda relación
inter-personal: la que en la vida intrauterina celebró la «unión
mística» del feto con la madre (que le dio cobijo y sustento).
Ese escenario del origen permite, por extrapolación razonable, avanzar hacia un escenario post mortem. Respecto a éste sólo es posible desplegar, desde el punto de vista estrictamente filosófico, una argumentación mediante acuciantes interrogaciones.
Ese escenario del origen permite, por extrapolación razonable, avanzar hacia un escenario post mortem. Respecto a éste sólo es posible desplegar, desde el punto de vista estrictamente filosófico, una argumentación mediante acuciantes interrogaciones.
¿Por qué dos vidas solamente? ¿Por
qué no puede pensarse esta vida como el útero y la matriz de una
vida diferente? ¿Por qué no pensar a fondo, radicalmente, la idea
fecunda de metamorfosis? ¿No hay suficientes indicios en el ámbito
de la vida, como puede ser el pasaje de gusano a ninfa y a crisálida,
o finalmente a mariposa, o el increíble tránsito del feto animal
hasta la composición del neo-nato humano, o de éste hasta el homo
loquens?
¿No podría pensarse esta vida como un
complejo escenario —mucho más conflictivo y doloroso que la
idílica vida fetal— en el que se pusiera a prueba, como a los
metales en la forja, nuestro propio temple de ánimo, nuestro valor y
nuestra inteligencia, y sobre todo nuestro anhelo?
Responder estas preguntas sólo puede
hacerse a través de un relato razonable. Platón lo plantea de este
modo al final de dos de sus principales diálogos, Fedón y La
República. En ambos se provee de un extraordinario mito para dar
respuesta a esa cuestión.
Se discute en el Fedón sobre la
inmortalidad del alma. Se ofrecen varias pruebas posibles que son
sagazmente examinadas y discutidas. El alma adquiere su propio vuelo
en separación del cuerpo: eso no es una peculiaridad griega, como
una cierta apologética teológica nos quiere hacer creer. Ese vuelo
místico del alma tiene raíces arcaicas (basta repasar al respecto
los trabajos de Mircea Eliade sobre chamanismo para percatarnos de
ello).
La vida se oscurece o se ilumina desde
el sentido que concedemos a la muerte. El último suspiro de esta
aventura que somos es decisivo. Según sepamos anticiparlo adquiere
nuestra vida su propia radiación. En la modernidad más reciente
prevalece un dogma: esta vida es única. Carece de continuación. No
hay lugar a la deseada repetición que el gran filósofo y teólogo
danés, Sôren Kierkegaard, proyectaba sobre la vida eterna.
La humanidad ha estado siempre dividida
en este decisivo asunto. Los pueblos mesopotámicos expresaron
trágicas dudas sobre la inmortalidad en su poema épico Gilgamesh.
Este héroe, con solo un tercio de divinidad, asumió con máxima
amargura y horror la muerte de su amigo Enkidu, un mortal.
La muerte está ahí: no admite
reconciliación sencilla. Yo profeso una gran admiración por los
egipcios: durante tres milenios sustentaron la creencia
inquebrantable de que la muerte constituye el inicio de un Gran
Viaje. Por eso el Libro de los Muertos detallaba instrucciones para
el moribundo con vistas a avisarle de los peligros que le acechaban
en esa aventura final.
Quizás sea eso la muerte: el inicio
del más arriesgado, inquietante y sorprendente de todos los viajes.
Sé que estas ideas chocan de modo frontal con los dogmas de la
sabiduría convencional. Se ha ido imponiendo, como si fuese una
evidencia, la convicción de que tras esta vida nada existe. O que la
nada es lo único que nos espera.
Esa nada en la que mayoritariamente se
cree no es homologable a lo que en Oriente se entiende por Nirvana.
El vacío radiante, la nada sacrosanta del budismo no es ni por asomo
semejante a esa convicción basada en argumentos filosóficos de muy
poco vuelo, o en extrapolaciones flagrantes de una ciencia más o
menos manipulada.
Personalmente vuelvo a la sabiduría
egipcia: prefiero entender la muerte como el gran viaje, por mucho
que nos esté vedado conocer el paisaje que tras ese tránsito se nos
descubre.
«La muerte no es más que el resultado
de nuestra indiferencia ante la inmortalidad» (Mircea Eliade). «¿Qué
es nuestra vida sino una serie de preludios de una canción
desconocida cuya primera y solemne nota es la muerte?» (Franz
Liszt).
J. S. Bach - Pasión según san Mateo
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