Van Gogh: Jardín en Otoño |
Ya sé, ya sé, no tengo remedio. Esta vez fue por culpa de Quique (Sánchez Flores, nada más y nada menos) que vime postrada de nuevo.
Estaba preparando mi maletita porque al día siguiente salía de viaje (pero de verdad, no de mentirijillas como el de Francesco). Mucho tenía que olvidar porque mi fores, queridos, se había liado con otra fores. Fui un día al bello bosque sin avisar y allá estaba dándole que te pego, retozando en el bajo bosque. Cuando me vio, me dijo:
-- No es lo que parece, mio amore.
Pero yo me fui corriendo entre sollozos. Y luego pensé que aún me habría humillado más si se lo hubiera montado con una oveja, como en la película de Allen, que uno se lo monta con una oveja y otro también y los dos rivalizan por Dasy, la linda ovejita (cuánto sabe de estos menesteres el Allen, más que de París la nuit).
Bueno, a lo que iba. Pues con la maleta ya casi a punto me llamaron para ir a tomar algo. A mí es que me llaman y no sé decir que no. Fuimos a un lugar lleno de multitud. Estaba tomando mi dulce bebida con una pajita cuando me di cuenta que la única mesa vacía se había ocupado. Era Quique con una flacucha y estaba guapísimo como siempre, es que no lo puede remediar aunque se dedique a esos menesteres del fútbol. Totalmente embelesada y atragantada me quedé mirándolo como si fuera producto del mismísimo Buonarroti. Terminamos y salimos al mismo tiempo. Como lo miraba tan fijamente como si fuera la medusa, fui a darme un traspiés de armas tomar que me volvió a herir la espalda. Me quedé accidentada y sin viaje, con esa maleta ya preparada, a punto de cerrar, abierta, que la miras y te lamentas de tu mala suerte:
-- Vaya suerte la mía: sin Quique y sin viaje.
-- Vaya suerte la mía: sin Quique y sin viaje.
Comprendí que necesitaba una terapia porque, del mismo modo que la combinación de vientos forma las tormentas, la combinación de traspiés y emociones forma la espalda y la nuca de cada cual.
Enseguida descarté el psicoanálisis a pesar del mucho cariño que le tengo a Freud. Pero pensé que, como terapia, me quedaban por lo menos diez años (tirando muy por lo bajo) de llanto y más llanto para llegar al final que ya me lo sé: la confesión del parricidio y el incesto. O sea, añadir más leña al fuego y quedarme con la espalda del jorobado de Notre Dame.
Me recomendaron una rápida y efectiva. Pensé que era lo que necesitaba en ese momento. Me pareció muy facilita, consiste en una especie de digitopuntura, es decir, utilizar los puntos corporales de la acupuntura, pero te lo haces con el dedo en un santiamén. Te lo puedes hacer incluso por la calle.
La cosa me entusiasmó de entrada, porque empecé a experimentar franca mejoría. Además eso de encontrar un punto cerca del tobillo y notar sus beneficios en la espalda, francamente me encandiló. El gran problema fue el resto de la terapia: había que estar 21 días sin quejarte, eso lo decía claramente el autor, porque haciéndolo, se notarían sus grandes ventajas. Como me gusta ser creativa, me dije: pues le voy a ñadir algo de mi cosecha, voy a añadir al ciclo de 21 días sin quejas, el de no hablar mal de nadie, ni de los amigos, ni de los enemigos.
¡Qué difícil es! Hasta ahora lo más que he conseguido llegar al 5º día, pero siempre tengo que volver a empezar. Qué difícil es no hablar mal de los enemigos, pero mucho más de los amigos. Estoy como Sísifo, siempre empezando y nunca acabando. Lo de los dedos se me da de maravilla, estoy hecha una experta, pero con el resto no puedo, se me está atragantando esta terapia. Ya puestos y a malas, casi prefiero el psicoanálisis por lo menos podré decir eso de: siempre me quedará Freud.
Dinah Washington: September in the rain
Es que eso de no poder quejarse en 21 días……no sé yo. Porque vamos a ver qué haces si te duele algo, ¿no lo puedes decir? Entonces no tiene gracia. Con lo que alivia eso de contarlo con pelos y señales. Que si tienes ciática y no va nadie a verte, pues ahí que vas tú arrastrando la pierna por la calle para que la gente te pregunte y les cuentes tus desventuras y tu mala pata. Que si vas al médico y se te sienta alguien al lado pues allá que vas a quejarte de tus males. O los cuentas tú o te los cuentan. ¡Cuántas veces he estado en el médico y se me ha sentado alguien al lado a quien ya le adivino las intenciones! Es que cuando alguien empieza por dar un suspiro ya sabes lo que viene detrás: que si mire usted esta tos que no me la quito de encima, que si hay que ver este médico lo que tarda, que si esta medicina no me va bien y vengo a ver si me la cambia, etc. ¿Qué haríamos si no nos pudiéramos quejar? Aunque bien mirado y aprovechando las fechas que se acercan voy a hacer un ayuno de lamentos como propósito para el nuevo año. ¡Quién sabe! Igual me adelgaza la queja y así no necesito contarlo.
ResponderEliminarA veces hasta se imagina uno que tiene ciática con tal de ir por la calle arrastrando la patita. Bueno, bueno, ¡y lo mucho que mola quejarse! Sin embargo es un fastidio oír las quejas de los demás... Si es que no tenemos remedio. Lo de exhibir el dolor tiene mucho morbo y atrae como la miel a las moscas (por no decir algo más desagradable y marrón). Lo fácil que resulta decir ay! aunque sea en voz bajita. Si es que no tenemos remedio...
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