E. Hopper - Autorretrato |
Ha pasado mucho tiempo desde que la Fundación Juan March organizara en 1989 una exposición sobre Edward Hopper. Fue una exposición muy tranquila, se podía visitar sosegadamente (hasta donde la pintura de Hopper permite el sosiego), al menos solitariamente.
Ahora el Museo Thyssen ha organizado otra tan publicitada como llena de gente a rebosar y mucha algarabía, ya se sabe que lo que se anuncia se vende. La gente convertida en muchedumbre, sin reclinatorio y profanando constantemente el lugar de culto, hablando a voz en grito. Además con una sorpresa final espantosa desde mi punto de vista, una especie de montaje como si de una falla se tratara por la que pasé lo más rápidamente que pude. Pero Hopper es Hopper y el pintor de la soledad se ha convertido en multitudinario, y sus cuadros en portada de libros y publicidad. A pesar de estos inconvenientes, siempre vale la pena verlo aunque sea a hurtadillas.
Las cosas que más me gustan de Hopper son: el punto de vista y la luz. Su punto de vista es originalísimo. El enfoque y la perspectiva son muy personales. Hubo otros antes que él, sin ir más lejos el propio Degas, pintor al que el americano rendía culto y por eso no es casual encontrar un lienzo del francés en la exposición.
Al mirar los cuadros de Hopper, tengo la sensación de que la luz no es reflejada sino inventada. No veo ese estudio científico de la luz que puede contemplarse en los cuadros de los impresionistas o de Antonio López. Parece una luz que no entra de la calle o que no es natural. Es una composición de luces y sombras muy peculiar, llena de hechizo.
Me gustan los personajes que muchas veces son tomados de espaldas al pintor y al espectador, como en tantos cuadros de Friedrich, dentro de unas formas a veces geometrizadas. Los rostros mirando hacia abajo envueltos en sombras, los ojos son manchas que miran sin ver, miradas perdidas. Personajes que están en otro lado, como de paso, no se sabe qué esperan, qué leen, qué quieren.
Tres pintores nacieron en la misma década: Hopper (1882), Mario Sironi (1885) y De Chirico (1888). Tal vez ni se conocieron, pero hay mucha relación entre ellos. Esos lugares tan intemporales, tan congelados, tan metafísicos.
Hopper sentía atracción por el coche que lo llevaba por los paisajes de su país, lo recorría una y otra vez, haciendo bosquejos y pintando en el coche. Varias veces viajó a Nuevo Méjico. También le fascinaba el tren, las estaciones... Viajó en una ocasión desde París a Madrid en un viaje de 28 horas.
Aprendió en Europa, sobre todo en París, también en Holanda y una vez en España, donde visitó Toledo, Madrid, el Prado para ver a sus pintores como Velázquez y Goya, que se encontraban entre sus favoritos. También asistió a una corrida de toros que le espantó. Sólo vio belleza en la salida del animal a la plaza.
Hopper - Mar de fondo |
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