martes, 29 de marzo de 2011

Ítaca

Ulises y las sirenas


Cuando emprendas tu viaje a Ítaca
pide que el camino sea largo,
lleno de aventuras, lleno de experiencias.
No temas a los lestrigones ni a los cíclopes
ni al colérico Poseidón,
seres tales jamás hallarás en tu camino,
si tu pensar es elevado, si selecta
es la emoción que toca tu espíritu y tu cuerpo.
Ni a los lestrigones ni a los cíclopes
ni al salvaje Poseidón encontrarás,
si no los llevas dentro de tu alma,
si no los yergue tu alma ante ti.

Pide que el camino sea largo.
Que muchas sean las mañanas de verano
en que llegues -¡con qué placer y alegría!-
a puertos nunca vistos antes.
Detente en los emporios de Fenicia
y hazte con hermosas mercancías,
nácar y coral, ámbar y ébano
y toda suerte de perfumes sensuales,
cuantos más abundantes perfumes sensuales puedas.
Ve a muchas ciudades egipcias
a aprender, a aprender de sus sabios.

Ten siempre a Itaca en tu mente.
Llegar allí es tu destino.
Mas no apresures nunca el viaje.
Mejor que dure muchos años
y atracar, viejo ya, en la isla,
enriquecido de cuanto ganaste en el camino
sin aguantar a que Itaca te enriquezca.

Itaca te brindó tan hermoso viaje.
Sin ella no habrías emprendido el camino.
Pero no tiene ya nada que darte.

Aunque la halles pobre, Ítaca no te ha engañado.
Así, sabio como te has vuelto, con tanta experiencia,
entenderás ya qué significan las Ítacas. 


Constantino Kavafis



Lluís Llach: Viatge a Ítaca 


Kavafis

Ulises y Polifemo

martes, 22 de marzo de 2011

Desde la terraza





A veces subo a la terraza del edificio donde vivo y desde allí observo la ciudad y el cielo.  Contemplo la ciudad tan próxima al mar y me pregunto cómo sería aquí un maremoto. No dejo de pensar en ese lejano país donde las fuerzas de la naturaleza han desatado una inmensa tragedia. Pienso en la gente que lo está pasando tan mal y sin embargo tiene un comportamiento tan admirable. El desastre producido por los fenómenos naturales se ha visto agravado por el nuclear, que ya no es propio de la naturaleza.  Estamos con el pueblo japonés, tratamos de ponernos en su piel y sentir con él. Lo sucedido en Japón nos hace ver la fragilidad y futilidad de todo.
Recuerdo la vista de Lisboa desde el castillo de San Jorge en un luminoso atardecer. Mientras contemplaba la ciudad, pensaba en aquel devastador terremoto y maremoto que la asolaron y destruyeron el 1 de Noviembre de 1755. ¿A quién hacer responsable de un desastre natural?  Fue un tema de reflexión para los filósofos ilustrados y Voltaire escribió un famoso poema.
Cierro los ojos, imagino mi ciudad, las ciudades devastadas de Japón y aquella lejana en el tiempo, Lisboa. Los abro y miro al cielo, es mediodía. Lo veo surcado por numerosos aviones. Vuelan en parejas y se dirigen hacia el Mediterráneo. Me estremezco y recuerdo haber visto la misma imagen en otras ocasiones, en las dos guerras del Golfo. Y de repente me doy cuenta de que estamos en guerra, que el día anterior, entre las numerosas noticias que procedían de Japón, se coló una tremenda que marginé quizás inconscientemente.
Me llevo las manos a la cara y al momento vuelvo a mirar.
-- ¡La guerra otra vez!
Y no es un sueño ni una alucinación. Los aviones llenan el cielo, vuelan alto y llevan la misma dirección, se adentran en este antiguo mar y se dirigen hacia objetivos desconocidos. Hay otros de vuelta, quizá se saluden en lo alto.
Los días están cayendo sobre nosotros duros como piedras. Se nos ha venido encima una guerra sin darnos cuenta. Tratan de justificarla, la razón es así, un tanto mercenaria, puede justificar algo y su contrario. Dicen que hay que derribar tiranos y liberar a los pueblos oprimidos. Pero antes ellos los armaron hasta los dientes, les vendieron todas las armas que pudieron y no tuvieron en cuenta al pueblo oprimido. Y no hay mayor tiranía que el hambre y la enfermedad, pero no hay tanto interés por derribarla y liberar a buena parte de la humanidad de su mayor opresión, de ahí no se saca botín. La codicia está en el fondo de todas las guerras. Los desastres producidos por los fenómenos naturales no tienen responsables. Sin embargo las guerras tienen responsables y éstos nombres y apellidos.
Desde mi pequeño rincón quiero decir lo más fuerte que pueda:

¡NO A LA GUERRA! ¡NO A LAS GUERRAS!

Colifatos del mundo, estemos unidos contra las guerras. Porque amamos la vida y despreciamos la muerte.




Quilapayún: La muralla 

Mercedes Sosa: Sólo le pido a Dios 












viernes, 18 de marzo de 2011

El tiempo






Cuando acabo de comer me siento corriendo en mi sofá. Espero con impaciencia que den el tiempo, ese programa tan didáctico, con sus mapitas, sus soles, sus nubes, sus borrascas, sus ciclones y anticiclones. Todo un boom de la oferta televisiva, especialmente para las mujeres y, según me consta,  también para los chicos de Chueca. Todas andamos alborotadas y emocionadas. Llegas a un sitio por la tarde y enseguida te dicen:
-- ¿Has visto el tiempo?
-- Sí, querida. ¡Cómo estaba hoy! 
Siempre Albert. Desde Mariano Medina (es decir, desde Maricastaño) no me había aprendido el nombre de ningún presentador de la cosa. Ahora sin embargo, los de Chueca  y miles de mujeres decimos "el tiempo de Albert".
El meteoro Albert ha cambiado nuestras vidas. Antes el tiempo me importaba un ápice. Ahora me importa el ápice de Albert. No he visto un frontispicio mejor en toda la historia de la tele. Eso sí, hay que reconocer que la tv debe tener problemas con la crisis porque los trajes comunes le van pequeñitos a Albert, lo que tiene su cosa, por lo del ápice y el frontispicio.
Las noticias te van dejando tirada, abatida, y te dices a ti misma que no puedes más, que habrá algo bueno en el mundo pero que no lo sacan. Y cuando tu desolación es manifiesta, llega el esperado, el hombre de las borrascas y los anticiclones. Y entonces se te olvida todo lo que acabas de ver y te entregas a la lujuria televisiva, que sólo es virtual pero que tiene su cosa y mola un montón. Y bueno, ¿a quién le haces daño? A nadie, me digo, queridos, ni siquiera al maromo que tienes al lado, que sólo ve el tiempo por el tiempo mismo, sin que le importe un ápice el de Albert.
Empieza en Galicia. Desde ahí hasta que termina en Canarias hay todo un mundo que Albert va explicando mientras no para de moverse, todo él. Y encima las expresiones que utiliza para enumerar todo lo que penetra en el país: que si una borrasca por Galicia,  que si el anticiclón desde las Azores, que si lo hace una baja que se ha formado en el golfo de Cádiz y que, cuando penetre en la Península, acabará formando una gota fría en Levante, y no digamos cuando lo que penetra es el polvo del Sahara... Hay que ver con qué frescura y dicharachez lo dice. Ahí ya no puedo más, querido Albert, no tienes derecho a utilizar esas palabras tan polisémicas que tanto nos enloquecen a los de Chueca y a nosotras.
Mirándolo bien veo algo bueno y algo malo. Lo bueno: por una vez y sin que sirva de precedente, no entramos en rivalidad, ni nosotras ni los de Chueca. Porque eso, queridos es letal. Rompí mi amistad con una amiga que trató de quitarme a mi chico. Y yo le dije: querida, eso no. Podemos tener cualquier discusión, puedo perdonarlo casi todo,  pero eso ni de coña. Y, en serio, desde entonces ya no la he visto más, ni a ella ni a mi chico.
Lo malo: querido Albert, habla con los de la tv que te pongan una chaquetita tres tallas más grande o, qué sé yo, habrá que ponerte un velillo o, más fácil, que te saquen en un primer plano sólo de cintura para arriba, pero algo habrá que hacer. Es que no sé la de catarros que llevo por no prestar atención a lo que dices. Como no me entero, salgo a la calle sin paraguas, sin abrigo, creyendo que todo es primaveral y me engaño, algo que nunca antes me había pasado.



Toquinho: Aquarela





  

sábado, 12 de marzo de 2011

Esperando a Godot

Esperando a Godot


La luna hastiada de Shelley, los amigos del cuadro de Friedrich, que también la contemplan junto a un árbol, están en el origen de la obra de Beckett Esperando a Godot. Trata del absurdo, es decir, de la vida. Cuando Beckett la publicó en 1952, era un momento para no tener mucho que decir. La situación que había vivido Europa, con las chimeneas de Auschwitz aún humeantes, produjo la caída del viejo optimismo ilustrado. Cayeron las utopías y la confianza en el hombre y la humanidad. Sin posibilidad de redención no quedaba espacio para otra cosa que el desencanto.
Vivian Mercier dijo que Beckett "había llevado a cabo una imposibilidad teórica: un drama en el que nada ocurre, que sin embargo mantiene al espectador pegado a la silla. Lo que es más, dado que el segundo acto no es más que un remedo del primero, Beckett ha escrito un drama en el que, por dos veces, nada ocurre". Otro crítico dijo de la obra: "¡Nada ocurre, nadie viene, nadie va, es terrible!"
Transcurre en un escenario austero:  un páramo en el que  hay un camino y un árbol solitario.
Mientras esperan a Godot en la monotonía del páramo, dos mendigos, Vladimir y Estragón, tratan de mitigar su tedio y hastío en un diálogo delirante, deslabazado, corrosivo, de humor negro, sin alegría. La espera es interminable, los ha citado un tal Godot  al que ni siquiera conocen. No hay acción, no hay vida. Godot no viene, nunca vendrá. 
La obra es corrosiva, nihilista, ni una gota de esperanza. Lo específico del ser humano es el pensamiento, pero sólo produce muerte:

ESTRAGÓN.-Así, pues, ¿y si nos creyéramos dichosos?
VLADIMIRO.-Lo terrible es haber pensado.
ESTRAGÓN.-Pero ¿nos ha ocurrido alguna vez?
VLADIMIRO.-¿De dónde llegan esos cadáveres?
ESTRAGÓN.-Esas osamentas.
VLADIMIRO.-Eso es.
ESTRAGÓN.-Evidentemente.
VLADIMIRO.-Hemos debido pensar un poco.

Al final, se dicen el uno al otro:

VLADIMIRO.-Entonces ¿nos vamos?
ESTRAGÓN.- Sí, vámonos.
No se mueven. Telón.

Ha pasado mucho tiempo y aún seguimos respirando el aire viciado de Auschwitz, nos sigue asfixiando la atmósfera de aquel siniestro lugar.
Estamos unidos a Vladimiro y Estragón, tampoco nosotros vamos a ninguna parte y ya no esperamos a nadie. No nos movemos. Telón.


Giacometti: Un hombre caminando






Beckett por Cartier Bresson







lunes, 7 de marzo de 2011

A la luna

Friedrich: Dos hombres contemplando la luna





¿Estás pálida de hastío
de escalar el cielo y contemplar 
la tierra,
vagando sin compañía
entre estrellas de orígenes distintos,
y siempre cambiando, como un ojo 
sin alegría
que no encuentra un objeto digno de su constancia?


Percey Bysshe Shelley




Benny Goodman: Moonglow 



Percy Bysshe Shelley

martes, 1 de marzo de 2011

El caballero que cayó al mar

Portada de la novela
Henry Preston Standish resbala a causa de una mancha de aceite y cae al océano, una caída absurda y estúpida. A bordo del Arabella nadie se entera. A medida que el barco se aleja va convirtiéndose en un minúsculo punto de esa inmensidad que forman el océano y la bóveda celeste.
Poco a poco va desnudándose (en todos los sentidos) y afrontando su destino en una soledad estremecedora. Hay innumerables historias de naufragios y náufragos, pero Standish es un náufrago muy particular, el náufrago de todos los náufragos sin isla, sin equipaje, sin tabla de salvación.
He aquí el comienzo de la novela:

"Cuando Henry Preston Standish cayó de cabeza al océano Pacífico, el sol empezaba a trepar por el horizonte oriental. El mar estaba calmo como una laguna; el clima tan templado y la brisa tan suave, que era imposible no sentirse gloriosamente triste.
En esa parte del Pacífico, el amanecer se realizaba sin fanfarria: el sol simplemente colocaba su bóveda naranja en el borde lejano del gran círculo y se impulsaba hacia arriba, lento pero persistente, dándoles a las débiles estrellas tiempo de sobra para difuminarse con la noche. De hecho, Standish estaba pensando en la enorme diferencia entre la salida y la puesta del sol cuando dio el desafortunado paso que lo mandó al agua salada. Pensaba que la naturaleza prodigaba toda su generosidad a los magníficos atardeceres, pintando las nubes con haces de colores tan brillantes que nadie con un mínimo sentido de belleza sería capaz de olvidar. Y pensaba que por algún motivo incomprensible la naturaleza era extraordinariamente tacaña con sus amaneceres sobre aquel mismo océano."
 Puede que la lectura de la novela nos lleve a pensar que en cierto modo somos Standish y que tampoco nosotros tenemos tabla de salvación. Y tal vez como él haya que sacar nuestro mejor sentido del humor para afrontar tantas  situaciones absurdas que vivimos continuamente y que nos dejan  tan perplejos.
Se trata de uno de esos libros que te atrapan desde el principio y que no puedes  dejar de leer hasta que lo acabas, una joya. Y además sin leísmos legítimos o ilegítimos, algo que me da sosiego en medio de esta estremecedora novela.
En realidad creo que el tal Lewis (completamente desconocido para mí, de entre todos los Lewis que han sido) no es sino un seudónimo del clandestino Salinger, y Standish el mismísimo Holden Caulfield que ha crecido un poco.

Herbert Clyde Lewis: El caballero que cayó al mar.
La Bestia Equilátera.

Herbert Clyde Lewis