Van Gogh: Trigo al amanecer |
El campo es uno de los sitios donde mejor amanece. Lo malo es que me lo pierdo porque el gusto por el cielo estrellado y el amanecer son incompatibles. Reconozco que esas primeras horas matutinas últimamente me las he pasado en la cama. Tengo recuerdos vagos: la luz que renace, el rocío en las hojas de los árboles, la dulce calma...
Pero un día tenía unos asuntos campestres que resolver. Me puse en contacto con una serie de forestales de la cosa sin llegar a nada claro, parecían troncos arrancados de los mismísimos árboles, estaba desesperada hasta que una tarde recibí la llamada de un desconocido. Era un forestal con una voz grave, pausada, educada... de hecho supe enseguida que me gustaba mucho, muchísimo. Me citó a las 8 de la mañana, bueno primero me dijo si no tenía inconveniente y por supuesto le dije que no.
Me preguntaba cómo sería porque esa voz no podía fallar, tenía que ser alguien encantador. Me acosté ilusionada, puse tres despertadores porque ya una anda un tanto extraviada en eso que llamamos tiempo y cuando hablo de horas sólo me acuerdo de la película sobre la Woolf y acudí a la cita que tendría lugar en el bosque. Llegué puntualísima y ya me estaba esperando un hombre joven grande, con una sonrisa grande y una mano grande que me apretó con energía mi nerviosísima mano. Subí a su todoterreno y nos dirigimos al lugar de la cosa a resolver. Hablaba con la misma voz que me había encandilado el día anterior. Lo miraba y no daba crédito a lo que veía: era un encanto.
Llegamos al bosque y enseguida me resolvió el asunto que nos había llevado hasta allí. Empezamos a hablar de lo hermoso que estaba el campo, le pregunté si le gustaba su trabajo y me dijo que era completamente feliz y que por nada del mundo lo cambiaría por otro. Pronto participamos de una misma comunión (yo que en cierto modo prefería "los pollos cocidos" como el personaje de Cortázar). Juntos contemplamos los colores de la mañana. Empecé a hablar de la relación entre naturaleza y pintura y se mostró un entendido en arte, también le gustaban los paisajes de Claudio de Lorena. Yo no sabía si estaba soñando o no pero lo cierto es que me sentía tan a gusto que aquello no me parecía posible.
Tumbados veíamos pasar las nubes y reíamos de sus formas caprichosas. Quedamos en vernos al día siguiente y volvimos a hacer lo mismo. Nos tumbábamos y hablábamos de la naturaleza y discutíamos acerca de si es superior al arte.
El tercer día empezamos a recitar el Cántico espiritual de San Juan de la Cruz. Juntos empezábamos la primera estrofa:
"¿Adónde te escondiste,
Amado, y me dejaste con gemido?
Como el ciervo huíste,
habiéndome herido;
salí tras de ti clamando, y eras ido."
Y seguíamos. Cuando volvía a casa seguía con el Cántico:
"Pastores los que fuerdes
allá por las majadas al otero,
si por ventura vierdes
aquel que yo más quiero,
decídle que adolezco, peno y muero."
decídle que adolezco, peno y muero."
El siguiente día prometía el éxtasis más absoluto. Pero desgraciadamente no fue así. Cuando estaba tumbada, al darme la vuelta grité de dolor. Me había clavado algo en la espalda.
-- ¿Qué hace aquí un canto rodado? preguntó en voz alta como si fuera el protagonista de Hemingway cuando se preguntaba qué hacía un leopardo en el Kilimanjaro.
Yo no sabía qué hacía allí el canto rodado, sólo que había terminado con mi espalda y mi dicha.
Ahora estoy en la ciudad aún convaleciente esperando volver cuanto antes a contemplar la luz del otoño en los campos.
MIna: Grande, grande, grande.